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Mi bosque

Gabriela Gutiérrez

La primavera nuevamente había llegado. Los árboles de las plazuelas y los parques lucían frondosos, vibrantes, llenos de vida. La naturaleza, en especial los árboles, me encantaban, eran seres que demostraban sus sentimientos en el verde de sus hojas y en la dureza de su corteza. Guerreros silenciosos que libraban sus propias batallas y que, a la vez, servían como baúles que guardaban los secretos que las personas les susurraban en momentos de debilidad.

 

Había pasado un año desde que no visitaba mi bosque. No estaba en mis planes hacerlo, no tenía valor de visitarlo después del recuerdo que guardaban sus árboles. Mi bosque, ese privado y secreto lugar donde mis pensamientos cobraban vida. Mi bosque, ese lugar donde te había visto por última vez aquella tarde.

​

Dicen que los recuerdos que causan tornados en los sentimientos son los más difíciles de olvidar. Cuanta verdad oculta hay en tan pocas palabras.

 

Recordaba esa tarde como si hubiera sucedido un día antes. Era uno de esos días en los que el cielo parecía una obra de arte impregnada de melancolía, pinceladas violetas y azules danzaban juntas hasta fusionarse en un solo matiz que resplandecía por entre las copas de los eucaliptos y tabachines, y las flores de estos de un tono rojo intenso completaban el cuadro. De haber sabido lo que me esperaba ese día, lo habría evitado a cualquier costa.

 

Cuando estábamos juntos las palabras se extinguían, teníamos otra forma de comunicarnos, el

silencio era nuestro mejor aliado en el lenguaje particular que habíamos construido. Mientras caminábamos me gustaba sujetarte del brazo, adoraba la cercanía que teníamos al estar a solas. Esa tarde quise invitarte a mi bosque. Cuando yo observaba la hojarasca que decoraba sus raíces, tú admirabas las copas de los árboles.

 

—Qué curioso. Mira, las copas de esos dos árboles no se tocan.

 

Eran árboles enormes e imponentes, los más llamativos de todos los que había en mi bosque. A pesar de lo grande que eran, sus ramas parecían negarse a entrelazarse.

Me encantaba ese detalle de ti. Tú, con tu constante curiosidad por entender todo lo que te rodea, y yo, aprendiendo con anticipación un poco de todo para ser capaz de brindarte una respuesta a cada duda que surgiera. Éramos un dúo perfecto, nos complementábamos.

 

—Es la “timidez entre árboles”, aunque se saben imponentes, hermosos y cercanos, se niegan a tocarse entre sí. –Seguías contemplando los árboles, mirando al cielo, rozando con tus dedos mi mano sujeta a tu brazo.– Es algo como la timidez que hay entre nosotros cuando nos sentimos cerca.

 

Tus ojos pasaron de contemplar los árboles a contemplarme a mí. Odiaba mi mala costumbre de hablar de más cuando estaba contigo, defecto que tú amabas. Solo así conseguías saber lo que sentía y qué intentaba esconder para proteger mi fragilidad. Aunque nos comunicábamos mejor en silencio, contigo no podía callar la voz interna que habitaba en mí y que surgía cada que el tema de los sentimientos aparecía. Tenías el poder de hacerme hablar, las palabras brotaban de mí con la misma facilidad con la que corría el caudal de las cascadas.

 

De aquel momento solo quedaba un recuerdo, un breve y doloroso recuerdo que había guardado dentro del cofre donde escondía mis tesoros, todos con el defecto de ser imposibles de revivir.

 

Esa tarde, después de hablar sobre la timidez de los árboles, nos sentamos al pie de aquellos dos gigantes que habían llamado tu atención. Me recosté sobre tu pecho mientras acariciabas mi cabello. El silencio era de nuevo nuestro confidente hasta que rompiste con esa tranquilidad.

 

—¿Por qué a veces el tren que debemos de tomar no es el mismo que abordan las personas que más amamos? –El silencio después de tu pregunta exigía una respuesta, por desgracia fue la primera ocasión en la que fui incapaz de darte la respuesta que ansiabas.

 

No podía soportar el silencio, ese silencio que me hacía sentir tan cómoda estando contigo. Me levanté de tu lado para evitar responder algo que no podía, pero te levantaste y me sujetaste. Buscabas mis ojos, estabas desesperado, querías escuchar algo, querías que te diera una respuesta, querías algo tan sencillo y yo era incapaz. Al mirarte tus ojos me gritaban “dime que te quedarás conmigo”, pero esta vez, esa voz interna que no se callaba cuando estaba a tu lado había quedado muda. El silencio que nos había unido por tanto tiempo fue el mismo que nos separó aquella tarde.

 

Mis pasos, de manera inconsciente, me habían llevado a mi bosque. Lucía tan diferente a como lo recordaba. Estar de nuevo ahí, voltear a ver el cielo, admirar los árboles, era una sensación diferente. No quería estar ahí, pero la curiosidad por volver a ver aquellos dos grandes árboles que habían sido los únicos testigos de la última vez que nos vimos me retuvo. Caminé por el sendero por el que anduvimos aquella tarde hasta que estuve frente a ese par de árboles; su imagen era deprimente. El tabachin se había secado, no tenía flores y el verde de sus hojas se había transformado en un triste gris, mientras que el eucalipto, extrañando a su compañero se inclinaba en busca de su fiel acompañante. No quedaba rastro de aquellos imponentes árboles que vimos esa tarde. Ya no estaba mi bosque. Ya no estabas tú.

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