
A penas
A Veces María
María iba apurada como de costumbre, llegó a tiempo justo para no perder el camión. El transporte iba casi vacío, eran las cuatro de la tarde, una hora poco común para viajar según los oficinistas, estudiantes, obreros y personas con mal de puerco. Pero María iba atípicamente a visitar a su abuela quien vivía desde hace dos años en una casa hogar para adultos mayores. María, con sentimientos encontrados, iba a disfrutar lo que quedaba de lucidez en los ojos de su amada y remota Teresa.
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Del otro lado de la fila de asientos estaba sentada Salomé con sus tres chamacos, uno gritando, otro llorando y el otro agarrado de su pecho, arrebatándole la leche del seno como por derecho de nacimiento. Salomé, de unos treinta años, ojos cafés y pelo enredado, iba en un trance que parecía poder ignorar el caos sonoro que sus hijos componían.
—¡Bajaaaannn!
Se escucha el grito de un pasajero, el transporte se detiene y en eso, sube una mujer de tez clara y delicada llamada Lulú. Con una panza que parecía haber estado cargando toda una vida, le pesaba el alma y le temblaban las rodillas al caminar. Iba con una sonrisa que disfrazaba el malestar evidente.
Las tres ahí sentadas, una al lado y enfrente de la otra, mujeres de ojos tristes y sonrisa de antifaz. El camión se detiene brevemente en la parada de la calle 59, y las tres miran por la ventana a una mujer sin hogar con un bebé en brazos, cubierto entre telas y el rebozo de su cuidadora. Ellas comienzan a divagar en esa imagen que entró por sus ojos y ahora les camina por toda la piel.
María no puede evitar sentir un profundo impulso por abrazar al niño, dormidito, con tierra en los cachetes, “¿Tendrá hambre? o ¿frío?” se pregunta. El instinto se apodera de ella por unos segundos y de repente puede escuchar el tic tac de su reloj biológico y recuerda las palabras de los doctores sobre su cuerpo roto y la maternidad que nunca fue ni será para ella.
Una lágrima baja por la mejilla derecha de Lulú que miraba la cara desgastada de aquella señora en el suelo de adoquín, quien se veía cansada. Cansada como sus propias rodillas, cansada de ver sus oscuras ojeras en el reflejo del espejo esta y todas las mañanas, y de las estrías en sus piernas que pudieron ser de primera bailarina. Toca su panza y cuestiona su deseo por ser mamá.
Salomé decidió voltear la cara para no ver, ella se sentía identificada con la mujer de la ventana, quien atraía los ojos curiosos de quienes pasaban al lado y la observaban con lástima. En ese momento recuerda como una vez, las miradas que la veían a ella fueron de deseo y atracción.
El pensamiento de recuperar su cuerpo atractivo la invadió; imploró en largo suspiro que se le regresara, lejano, como ahora lo recuerda, para poder sentirse de nuevo mujer, para saberse suya. Deseó por un momento, dejar de ser nodriza y objeto.
El transporte sigue su camino, los niños de Salo en medio gritando y ellas se miran y se reconocen como sororas en cansancio, arrepentimiento y sacrificio, triada causal que se mira y no se puede esconder más.
Vulneradas se sonríen.
Suena el freno hidráulico de las llantas del camión, última parada.
Las tres toman sus cosas para bajar.
Saliendo del trance y pisando la banqueta, mujeres, madres y nietas, se separan y vuelven a la rutina: A los planes del baby shower, a qué se cena hoy y ¿Qué postre debería compartir con la abuela?