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Aisthetike
Idali
Me encontraba a mitad de la calle observando a una niña que se columpiaba mientras me sonreía. Sin embargo las nubes cubrieron el cielo y el viento comenzó a soplar con mucha fuerza, se avecinaba una tormenta. “Corre jovencita, ¡corre!” Me dijo una anciana para luego llevarse a la niña y desaparecer. En mi intento por huir, el asfalto cubrió mis pies, lo cual me impidió seguir. Una voz a lo lejos “Ahora si habrá un diluvio con todas las lágrimas de los humanos, incluyendo la tuya” una carcajada me erizó la piel.
Era mi fin.
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De pronto, desperté angustiada y bañada en sudor, revisé mi alarma, eran las dos de la mañana. Me lamenté porque ya llevaba un mes sin poder dormir gracias a las pesadillas que me acechaban. No era para menos, después de aquel trauma que viví sentí que todo se había derrumbado, pero peor aún, aquella situación me hizo más vulnerable. No tenía ganas de salir de casa y si lo intentaba sentía que una herida se abría para luego sangrar. Me levanté de inmediato con rumbo al calendario para tachar el treinta de abril, que apenas se había ido unas horas antes.
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Fue el primero de mayo que me atreví a mirar por mi ventana el mundo exterior, lo cual me pareció absurdo. Ver a las personas sonreír me causaba envidia, porque yo no tenía la mía, alguien se la había robado.
“Otro día sin salir de casa, otro día con miedo”. Suspiré.
Despegue mis ojos de la ventana para luego parame sobre mi sombra y darme cuenta que los dedos de mis pies estaban un poco deformes, jugueteé un poco con ellos para luego caer sobre mi cama recordando que todos existían, yo no. Caer una y otra vez sobre ese colchón era asfixiarme en mi propia tristeza.
Recuerdo que mi madre me compró un espejo para poder apreciar mi belleza, pero después de lo sucedido decidí quitarlo de la pared para esconderlo en el closet. A mediados de mayo yo sentí que era un monstruo que no era digno de mostrarme al mundo.
Estaba enloqueciendo.
Volví a colocar el espejo sobre la pared, pero no para admirarme, sino para buscar y encontrar mis defectos físicos. Fui en busca de los primeros y me di cuenta que al medir uno cincuenta sí era invisible para los demás, proseguí y noté se me estaba cayendo el cabello, incluso si alguien me observaba con detenimiento se daría cuenta.
Mi rostro estaba pálido y parecía que los años se me habían venido encima con esas ojeras que reflejaban aquel maldito insomnio.
Me dirigí a mi nariz y como si estuviera en la película de Blancanieves me vi más fea como la bruja, para luego darme cuenta que esos lunares y pecas que cubrían mi rostro me invitaban a esconderme en alguna especie de sótano de donde nunca jamás pudiera salir. Una papada cubría parte de mi cuello, incluso sentía que mi cuerpo se estaba encargando de matarme, pero proseguí a mirar mis manos resecas. Mi cintura se había ensanchado y mis caderas estaban abultadas, aquellas lonjas que nunca pensé tener las vi caer como enormes cascadas hacía el abismo de mi ser. Por último observé mis piernas con estrías y a mis pies los encontré deformes, así que no fue difícil imaginarme a las personas burlándose de mí cada vez que corría.
Por un momento sentí que el espejo me reclamaba con indiferencia que lo quitara de mi vista.
Mi madre estaba preocupada por mi salud ya que había días en donde no comía y me la pasaba encerrada en mi habitación. Llamó al médico para una revisión, quien me mandó a realizar unos estudios médicos porque no me veía bien.
Un quince de mayo el médico le entregó los resultados a mi madre, ella con lágrimas en los ojos me dijo que tenía anorexia, pero que ella se encargaría de mi recuperación. Asimismo llamó a la psicóloga, quien con anterioridad yo ya había tomado terapia.
“Tienes que salir de casa” me sonrío.
No quería, no podía en esos momentos yo era la manzana que se estaba pudriendo en un refrigerador y si salía todos esos gusanos llamados defectos se iban a hacer presentes.
Un día me di cuenta que mi cámara estaba toda llena de polvo, la había olvidado en algún rincón de mi habitación, así que sin pensarlo me armé de valor y me dirigí rumbo a la ciudad de México.
Recordé las pinturas de Leonora Carrington y vi mucho arte por la ciudad, arte que transmitía amor, rebeldía, desamor y todo tipo de tragedias.
Mujeres rotas cubriéndose las heridas del engaño y la traición disimulando felicidad en sus sonrisas, mujeres que están renaciendo de sus raíces, mientras las rosas negras marchitas se las tragan con orgullo. Espejos y máscaras, manos temerosas y otras que se esconden listas para apuñalar por la espalda.
Niñas que quieren volar y no llegan lejos porque su agresor las encarcela, pero otras que sí vuelan y en su vuelo intentan salvar a quienes son prisioneras.
Arte en la ciudad, obras interesantes unas más bellas que otras y algunas horribles que no merecen ser conocidas como la de los hombres feos que dañan la reputación de miles de mujeres.
La imperfección es arte, una obra de arte en un mundo pequeño.
El amor en una pintura, en la danza, en esas voces que recitan la paz, aquellos teatros donde se presentan los artistas y los que no lo son.
Cientos de hombres amando las virtudes y errores de sus musas, corriendo a la iglesia para jurarse amor eterno, otros yendo lento para no lastimar o quizás no lastimarse, identificándose en poemas y novelas.
Tomar fotos de cada herida y cada cicatriz es un deleite y por un momento sentirse roto es algo mágico, entonces entre toda la multitud la vi, ahí estaba frente a un cuadro de Vicent van Gogh cuando entré al MUNAL.
Era guapa, así que la fotografié, era una obra de arte sobre otra que se podía confundir con esas grandes obras
y exhibir en museos.
Nunca en la vida había mirado a alguien como ella y yo tan testaruda hecha pedazos bajo una máscara solo sonreí.
Como si leyera mi mente me dijo:
“No tienes que huir del mundo, no tienes que huir de ti, de lo que eres, porque aquí perteneces”
Me quedé pasmada ante sus palabras que parecían salir de la boca de un bello ángel.
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“Somos una estrella en el firmamento y tú eres la que más brilla. No es tu aspecto físico lo que te define, eres tú con tus heridas” continuó diciendo.
“Quien te ama de verdad, amaré lo que eres y cómo eres, por cierto, me llamo Melisa y me di cuenta de que me tomaste una fotografía, a mí no me gustan, sin embargo, quererme es la mejor opción”
Me seguía mirando a los ojos cuando de pronto me preguntó “¿sabes qué es la belleza?”
“No, creo que no la conozco mucho, pero ahora mismo la puedo ver en ti”.
Se burló de mí y me respondió:
“Tú ya sabes lo que es la belleza, lo supiste desde el primer día en que te atreviste a tomar fotos”. Sonreí, después de mucho tiempo sonreí.
“Acabo de dibujar una sonrisa en tus labios y eso es arte, ahora ya sabes que es la belleza”. Me sonrió y se fue.
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